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Vendían carne robada en carnicerías de Capital y el Conurbano

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El caso fue destapado por la División Defraudaciones y Estafas de la Policía de la Ciudad, que tomó intervención luego de la denuncia formal de los dueños del frigorífico, quienes alertaron sobre un faltante contable reiterado.

Los investigadores sospecharon desde el inicio que se trataba de empleados infieles y decidieron montar un operativo de seguimiento con vigilancia encubierta y el análisis detallado de las cámaras de seguridad, tanto dentro como fuera del predio.

El frigorífico, que opera principalmente durante la madrugada, ofrecía el escenario perfecto para maniobras de este tipo: poco personal, escasa supervisión y un movimiento constante de camiones cargados de mercadería.

Los oficiales comenzaron a notar que las entregas realizadas a determinados compradores no coincidían con los registros administrativos.

Las facturas reflejaban montos mucho menores a los valores reales de los productos que salían del depósito.

De acuerdo con las estimaciones policiales, en cada operación fraudulenta se robaban entre 100 y 300 kilos de achuras y embutidos, lo que representaba pérdidas cercanas a los 800 mil pesos por jornada.

Si se calcula a lo largo de los ocho meses en los que duró el ilícito, el perjuicio total podría superar ampliamente los 100 millones de pesos, considerando la frecuencia y el volumen del material sustraído.

Los detectives lograron establecer que la mercadería era retirada en dos camionetas tipo furgón, no habilitadas para el transporte de productos alimenticios frescos, y trasladada a distintas carnicerías de la Ciudad y del Conurbano.

Una de ellas, según los registros, pertenecía a uno de los propios empleados involucrados en el robo. En ese punto, la investigación comenzó a cerrar el círculo: los mismos trabajadores que manipulaban los cortes dentro del frigorífico eran quienes los revendían en negocios familiares o de allegados.

El Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N°35 avaló las tareas de seguimiento y dispuso medidas encubiertas adicionales.

Así, en una de las jornadas de control, los efectivos siguieron a una de las camionetas —una Fiat Fiorino blanca— en la que viajaban los hijos de los dos empleados sospechados. Tras recorrer algunas cuadras, el vehículo fue interceptado por un móvil policial.

En su interior, hallaron una carga de achuras que superaba con creces lo declarado en la factura. El desfasaje fue tan evidente que el magistrado ordenó de inmediato los allanamientos correspondientes.

El operativo culminó con las detenciones de los cuatro implicados —los dos empleados y sus hijos—, así como con el secuestro de la camioneta, teléfonos celulares, dinero en efectivo y documentación vinculada a las ventas ilegales.

También se incautó mercadería lista para ser distribuida, sin cumplir con las normas de sanidad y conservación requeridas para el consumo humano.

Fuentes de la investigación señalaron que “los productos eran vendidos como si provinieran de canales formales, pero en realidad eran parte de un circuito paralelo sin control bromatológico”.

Este detalle no solo agrava el delito de defraudación, sino que además podría derivar en imputaciones adicionales por violación de las normas de salubridad alimentaria.

El caso volvió a poner en el centro del debate la vulnerabilidad de ciertos sectores industriales frente a la complicidad interna.

En los últimos años, los frigoríficos de la zona de Mataderos han sido objeto de múltiples investigaciones vinculadas con robos de carne, adulteración de productos y evasión fiscal.

Las autoridades porteñas reforzaron los controles en las últimas semanas, especialmente en aquellos establecimientos donde la cadena de trazabilidad de los productos no está debidamente certificada.

Uno de los investigadores explicó que las maniobras eran “finamente planificadas” y que los autores “conocían perfectamente los horarios, las rutinas y los puntos ciegos de las cámaras”.

Este conocimiento les permitió operar impunemente durante meses, sin levantar sospechas. Recién cuando las pérdidas contables comenzaron a ser insostenibles, los dueños del frigorífico decidieron acudir a la justicia.

El Ministerio Público Fiscal evalúa ahora los cargos por estafa y asociación ilícita, aunque no se descarta que se amplíe la acusación a delitos vinculados con la manipulación irregular de alimentos.

En paralelo, se investigan las carnicerías que recibieron la mercadería robada, algunas de las cuales habrían adquirido los productos a precios muy por debajo del mercado, sabiendo su origen.

Más allá del impacto económico, el caso deja al descubierto una red de corrupción doméstica que no es nueva, pero que se adapta con el tiempo. La lógica del “robo hormiga” —pequeños hurtos sostenidos en el tiempo— ha demostrado ser tan perjudicial como los golpes de mayor magnitud, sobre todo en industrias donde la materia prima es perecedera y de alto valor.

Los vecinos del barrio expresaron su sorpresa ante el operativo policial que se desplegó en la zona, tradicionalmente vinculada a la faena y el comercio de carne.

“Mataderos siempre tuvo un fuerte sentido de trabajo y tradición. Es una pena que algunos se aprovechen del lugar para hacer estas cosas”, comentó una comerciante del área.

El caso de los empleados del frigorífico de Mataderos es una muestra más de cómo la confianza y la rutina pueden volverse el escenario ideal para delitos silenciosos. A veces, la traición se esconde detrás del delantal blanco, y solo un control riguroso logra sacar a la luz lo que el ojo cotidiano no ve.

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